From Revista GQ, February 18, 2019, by Noel Ceballos

La “tinderización de los sentimientos” y la “gamificación del deseo” nos están convirtiendo en amantes robóticos y ansiosos.

El amor es…
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Lanzada en 2014, Bumble es una app de citas diferente a todas las demás, en el sentido en que todas y cada una de las 3.000 (cifra estimada por GQ) existentes están convencidas de lo mismo. Esta en concreto, creada por la ex-ejecutiva de Tinder Whitney Wolfe, no está pensada para solteros y solteras de religión hebrea —esa sería JSwipe—, ni tampoco para amantes de un tipo concreto de música —prueba con RocknRollDating—, sino que su hecho diferencial radica en se enorgullece de crear un entorno “women-friendly”: en ella, se nos asegura, son las mujeres quienes inician toda conversación dentro de un match heterosexual, lo que teóricamente reduce las posibilidades de ser acosada a distancia por algún energúmeno.

Sólo que esa no fue la experiencia de Anna Xiques, autora de un popular post en Medium, titulado ‘To the One that Got Away on Bumble’, donde respondía al hombre que, tras entender que ella no estaba demasiado interesada en seguir chateando, sintió la necesidad de: a) llamarla “zorra”; b) asegurar que ni siquiera era tan guapa; y c) rematarlo todo con un lacónico “LOL”. Si ni siquiera Bumble, el espacio protegido por excelencia de las apps para ligar, salva a usuarias como Xiques de la clase de agresividad misógina que ha llegado a caracterizar a redes sociales como Twitter, ¿qué nos queda? O, más concretamente, ¿cuál es nuestro maldito problema como especie? Según Alicia Eler y Eve Peyser, autoras del ensayo ‘Tinderization of Feeling’, la respuesta sería algo así como: quién sabe, pero desde luego estas aplicaciones para smartphones, capaces de convertir la complejidad de una relación sentimental en lo más parecido posible a una nueva entrega de ‘Angry Birds’, no están ayudando.

La “tinderización de los sentimientos” es una manera tan buena como de intentar describir un fenómeno que, sin duda, no existía antes de 2012, algo comprobable incluso empíricamente. Aquel fue el año en que la sección Vows, una columna del New York Times dedicada a celebrar a las nuevas parejas que se comprometen o se casan cada semana en la Ciudad de los Rascacielos, celebró su vigésimo aniversario. Bob Woletz, su legendario autor, hablaba sobre cómo el juego del romance urbanita había cambiado desde 1992, cuando todo el mundo seguía conociéndose a través de amigos-familiares-compañeros de clase (es decir, al igual que nuestros abuelos y abuelas), y cómo el objetivo de la columna debía de ser seguir reflejando la naturaleza mutante del amor en tiempos de aceleración tecnológica. Woletz escribió esas palabras en el mes de mayo. En septiembre, Tinder lanzó su primera beta. En 2013, la app ganó el deseado premio que TedCrunch concede anualmente a la Mejor Startup.

En 2019, casi el 40% de las parejas se conocen a través de internet. Si nos limitamos a hablar únicamente de enlaces matrimoniales ante Dios o la ley, siete de las 53 parejas que aparecieron en Vows el año pasado se formaron gracias a una app, número que crece hasta 93 si nos fijamos en otra sección del Times mucho más representativa: Wedding Announcements. Recordemos: eso son las que se casan. En 2012, ligar por internet era algo cada vez más común y normalizado, pero el mundo pre-Tinder se nos antoja ahora el pasado remoto de las citas. Su prehistoria, su tiempo antes del giro copernicano. Habrá que fijarse con mucha atención en cómo evolucionan esos números en la década que se nos viene encima, cuando toda una generación nativa del Swipe Right empiece a pensar en sentar la cabeza.

Sin embargo, Eler y Peyser no hablan simplemente de un cambio sociológico o cuantitativo, de una sencilla cuestión estadística, sino de una serie de procesos psicológicos completos que, en su opinión, habrían alterado para siempre el modo en que los humanos perseguimos el romance (o, como mínimo, y en la mayor parte de las ocasiones, su posibilidad remota). Reducirlo todo a un movimiento de dedo genera por fuerza una disociación emocional que, a la larga, acaba convirtiéndose en algo muy parecido a un automatismo. Habla con cualquier usuario habitual de Tindr o Grindr; pregúntale si, pasado un tiempo, es capaz de mantener la misma atención o rigor de los comienzos. Las apps de citas nos convierten en robots de amor, pero su asombrosa simplificación de los procesos emocionales de toma de decisiones puede llegar a afectar a otras parcelas de nuestra vida. Se trata, en suma, de un universo donde el mismo concepto de “quizá” ha quedado abolido, pues ahora todo es blanco o negro, sí o no, derecha o izquierda.

Esta división del acto de ligar en dos fases bien diferenciadas —una automática y a distancia, otra celebrada tras el primer encuentro cara a cara— nos convierte, siempre según ‘Tinderization of Feeling’, en unos seres medularmente egoístas, preprogramados para escapar de la confrontación y no saber cómo reaccionar a la auténtica intimidad, con sus complicaciones y sus “quizás”. Una manifestación extrema de esto sería el ciberacoso al que mujeres como Anna Xiques se ven expuestas cada día, y que desde luego no existiría sin esa disociación emocional que proporciona siempre una pantalla. La otra tiene que ver con el concepto de “chill”, que podríamos considerar casi como un estado de pasividad emocional : es muy fácil cortar todo de raíz y pedir tiempo para relajarte cuando la cosa se complica en internet, pero la vida en pareja lo complica todo un poco más. Por tanto, los usuarios de apps de citas se ven obligados a cumplir un círculo binario que se repite hasta la extenuación: buscar, gustar, contactar, quedar, follar, repetir con otra persona.

Algo así como una gamificación del amor que, por supuesto, puede conducir a estados de depresión y ansiedad cuando no proporciona los resultados deseados, del mismo modo que un youtuber corre el peligro de frustarse cuando ve que sus vídeos, a los que tanto tiempo y esfuerzo dedica, son incapaces de alcanzar un número concreto de visionados. Es una sensación similar a la que alguien en plena mala racha social podría atravesar en un mundo sin smartphones, con la diferencia de que ahora tenemos un universo en miniatura que nos devuelve respuestas a nuestros actos a cada segundo. Si a la compulsión que necesariamente crea algo así le sumamos el chute de serotonina generado por un estímulo positivo (en caso de que este se produzca), el resultado es algo más parecido a un videojuego que a lo que, bueno, entendíamos antes por empezar a conocer a una persona interesante.

Las apps de citas son responsables de crear cada semana un número increíble de nuevas parejas; gente que, pese a estar hecha la una para la otra, probablemente no se habrían podido conocer en un sistema de interacciones sociales analógicas. Eso es genial. También pueden alimentar comportamientos tóxicos y nuevas variaciones de viejos problemas de salud mental, tal como concluye un estudio reciente de GQ UK. Es imposible no mostrarse ambivalente ante un fenómeno que, sin ninguna duda, ha cambiado para siempre las reglas en el viejo arte del cortejo, palabra que podría caer en desuso durante en muy pocos lustros.